Por Mario Kiektik

En 1927, Borís Bazhánov, secretario privado de Stalin, sugirió a los estudiantes del Instituto de Profesores Rojos que estudiaran el “pensamiento teórico” del entonces secretario general del Partido Comunista. La propuesta fue recibida con risas. ¿Stalin, un teórico? ¿El sucesor intelectual de Marx, Engels y Lenin? Ningún alumno se tomó en serio la propuesta.

En los años 20, la idea parecía tan absurda para los jóvenes bolcheviques como lo sería hoy atribuirle profundidad filosófica a Maduro o a Ortega.

Sin embargo, una década después, Stalin ya no era un chiste para los rusos: era un dios. Había purgado a sus rivales —Trotski, Zinóviev, Kámenev—, consolidado su poder absoluto y construido un culto a su personalidad que Mao luego replicaría en China, gracias a asesores moscovitas, con el título de “Gran Timonel”. Este fenómeno no fue un accidente, sino la consecuencia lógica de un uso desviado de la idea de socialismo que, en nombre de la revolución, sacrificó la autonomía de los trabajadores en el altar del Estado y consecuentemente en el poder de una elite, la elite que había colonizado el Estado zarista, justo aquello contra lo que debía luchar.

La izquierda traicionada

El núcleo de la izquierda debería ser la emancipación del trabajador: la idea de que los productores directos —no una burocracia, no un partido único, no un líder infalible— deben controlar su destino. Pero el autodenominada “socialismo real” del siglo XX fue, en muchos sentidos, su negación, fue un régimen abiertamente antisocialista. En la URSS y China, la autonomía del trabajador fue reemplazada por un capitalismo de Estado donde la plusvalía no desapareció, sino que fue extraída por una nueva clase dirigente: la nomenklatura.

Stalin no fue un teórico brillante, sino un agente de una elite que usó el aparato del partido bolchevique para eliminar disidencias, apropiarse de las herramientas del Estado, centralizar el poder y convertir el marxismo-leninismo en una religión de Estado. Y así como los seguidores de Jesus lo vienen sacrificando en aras de la construcción de poder, exactamente lo mismo hizo el grupito del Kremlin: sacrificar al socialismo.

Su “socialismo” no era el de los soviets libres de 1917, sino el de una élite que monopolizó la representación del trabajador mientras lo sometía a condiciones de explotación comparables —y en algunos casos peores— que las del capitalismo industrial anglosajón.

El triángulo tóxico

Hoy persiste una confusión peligrosa: asumir que ser de izquierda implica automáticamente defender el estatismo y el antioccidentalismo. Esta ecuación, heredada del estalinismo, lleva a muchos autoproclamados “intelectuales críticos” a terminar justificando regímenes autoritarios (desde la Rusia de Putin hasta la teocracia iraní) bajo el pretexto de que son “antiimperialistas”. Pero ¿desde cuándo la izquierda debe alinearse con nacionalismos reaccionarios, antisemitismo o cultos a personalidades como Trump o Perón?

Stalin mismo fue cómplice de Hitler hasta 1941, confiando en que la guerra entre nazis y aliados debilitaría a Europa para su facilitar luego su expansión. Solo cuando la Operación Barbarroja lo obligó, rogó por ayuda occidental y vaya que la recibió. Esa misma ambivalencia perdura hoy: muchos repiten consignas anti-EE.UU. mientras idealizan a dictaduras que reprimen sindicatos autónomos, persiguen minorías y concentran riqueza en manos de sus oligarquías. En Argentina esta distorsión se manifiesta en que cualquier disidencia con la idea de que el pueblo es seguidor ciego de Peron y el que no lo entiende es un gorila antipatria sigue siendo una lastre tan antisocialista como lo fueron Stalin y Mao.

Hacia una izquierda bottom-up

La verdadera izquierda no debería venerar Estados ni caudillos, sino reivindicar el derecho de cada trabajador a disfrutar de su trabajo, a ser dueño de su tiempo, su creatividad y su producción. Según Gallup, el 85% de los asalariados no sienten lealtad por sus empleadores; el 15% directamente sabotea a sus empresas. Esa rabia no es solo contra el capital privado, sino contra toda forma de alienación, incluida la del “socialismo” burocrático.

Hoy, frente a la IA, la robotización y la edición genética, el desafío es repensar el socialismo fuera del marco estatista del siglo XX. La emancipación no vendrá de un líder iluminado ni de un partido todopoderoso, sino de la capacidad de los trabajadores de reapropiarse de sus herramientas, su conocimiento y su futuro.

(Continuará)

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