Por Jorge Luis Portero

Ante el fenomenal ajuste, voces opositoras al gobierno imploran “unirse políticamente” para frenarlo. Se refieren a una estrategia que va más allá de la resistencia en la calle y en el Parlamento. Programan un Frente Electoral para
vencer al gobierno de Milei en 2027, con estación decisiva en 2025.


En ese escenario imaginado, confluirían el peronismo (K y no K) y el “progresismo no kirchnerista” que iría desde el Pro Larretista hasta el Partido Socialista, pasando por los radicales no neoliberales y sus ex, como el Gen de
Stolbizer.

Hacen cuentas, y la suma de todos ellos – encabezados por un conjunto de figuras baqueanas en la navegación a dos aguas, como Axel Kicillof y Leandro Santoro, por citar solo a dos de sus más jóvenes
emergentes – aseguraría el triunfo holgado sobre las huestes de la derecha.
¿Por qué me opongo (y me alarmo) ante esta estrategia? Porque desde mi ubicación en una centroizquierda plural, ética y republicana, y desde mi creencia de que la senda de crecimiento y progreso de la Argentina pasa por la existencia de un sistema de bicoalicionismo político, en el que una de esas
coaliciones sea la centroizquierda descripta, es inadmisible “confluir” con “la casta corrupta y sus satélites”, más o menos populistas, que han gobernado nuestro país. La primera táctica admisible y efectiva de confluencia, que no hubiera implicado ni confundir identidades ni admitir complicidades, hubiera sido el rechazo parlamentario del DNU 70 de Milei. E inexplicablemente, aún no lo lograron.
Dejo sentado que –dadas las relaciones con votos y con apoyos económicos de cada uno- la “confluencia” además, sería subordinación servil para nuestro débil sector. Esa debilidad es justamente el sustrato que siempre ha decidido a la centroizquierda democrática al seguidismo, al camino de la inconsistencia, de la contradicción.


No es cierta la conclusión de Milei, adjudicando al “socialismo”, al progresismo, un protagonismo en la decadencia de la Argentina en los últimos 100 años. Pero sí es verdad que su seguidismo, tanto cultural como político, ha sido una característica histórica del progresismo en la Argentina que fue profecía auto cumplida de su insignificancia en las decisiones políticas nacionales a lo largo de un siglo. Su permanente condición electoral minoritaria –hoy ya catastrófica- se debe a múltiples causas, pero sin duda sus
erráticas y alternativas posiciones seguidistas fueron determinantes. El seguidismo cultural y político se ha manifestado, con énfasis alternativos predominantes, hacia diversas ideologías : la autoritaria-conservadora, la populista, y la antiimperialista de la izquierda revolucionaria. Las tres, con un denominador común, el análisis dicotómico de una realidad que nunca admitió reducírsela a la oposición bipolar.

Pero más que criticar a estas ideologías y sus practicantes, lo que queremos resaltar es su incompatibilidad con la nuestra, la de la centroizquierda democrática, pluralista, republicana y ética.
En síntesis, el seguidismo llevó al divorcio absoluto entre las ideas básicas del socialismo democrático pluralista, y sus prácticas, hegemonizadas por sus alternativos socios mayoritarios.
El eje libertad/autoritarismo debió ser complementado -nunca sustituido- por otros, como el económico-social. De manera que el concepto democracia pluralista y social debió constituirse en una fórmula inextricable, innegociable, para un modelo político a sostener. No hace falta un relato histórico pormenorizado para señalar el primer desvío mencionado, hacia el autoritarismo conservador. Baste con citarse a dos líderes del Partido Socialista, que a pesar de enfrentarse duramente hasta dividir el Partido,
terminaron Embajadores de Argentina durante sendos gobiernos militares.

Alfredo Palacios, el político ejemplar de la lucha por la dignidad del obrero, de la “Libertadora” (entre 1955/57 en Uruguay). Y Américo Ghioldi, el gran orador antifascista, pero también aquel de “el fin de la leche de la clemencia”, del “Proceso” (entre 1976 y 1980 en Portugal). Y cuya traducción al presente fue su filiación al macrismo y sus variantes de Juntos por el Cambio. El segundo desvío seguidista fue hacia el antiimperialismo, legitimador de la violencia política y acrítico de los sistemas de partidos únicos o hegemónicos. Ello ocurrió porque la izquierda radical y violenta ganó la batalla cultural en los 80 a la centroizquierda. El bloqueo estadounidense y los Gusanos exiliados en Miami sirvieron, en esa rudimentaria dialéctica binaria, para justificar todas y cada una de las acciones que contradecían nuestro modelo pluralista y republicano. Hasta el extremo de convertir la lógica comprensión tolerante del
fenómeno revolucionario de Castro y el Che, en una participación coral de las juventudes de los partidos progresistas en voluntariados para ir a cosechar café a Cuba. Aquí si bien el correlato con la política interna presente es menor porque fue absorbido por el tercer desvío, es en cambio trascendente para
interpretar las posiciones políticas internacionales, y en ese lugar se explican hoy las posiciones putinistas o favorables al radicalismo violento musulmán.
Se desestimó el gran aporte histórico del neutralismo Yrigoyenista, fundado en principios como el de “autodeterminación” y “no injerencia en asuntos internos de otros Estados”, tan determinantes para preservar nuestra paz y no involucrarse en conflictos internacionales ajenos, como para aprovechar
pragmáticamente los beneficios del comercio internacional en un mundo donde son muy pocos los países que cumplen los estándares democráticos mínimos exigibles.


El tercer desvío, el populista, el más dañino en las primeras dos décadas de este siglo, y -por su actualidad- el más peligroso, se expresó claramente en el seguidismo a sus variantes perokirchneristas, si bien tiene un antecedente ineludible en el setentismo del siglo anterior. En aras de “juntarse para
enfrentar al enemigo” (el establishment conservador y autoritario), alinearse con el kirchnerismo no fue otra cosa que declinar principios; racionalidad y ética en el manejo del Estado, sus recursos y sus políticas públicas.
Aun cuando podamos reivindicar alguno de sus logros o ideas, debería ser un imperativo no compartir -boleta o trinchera- con la casta populista corrupta que gobernó la Argentina bajo la conducción del kirchnerismo. Boudou, De Vido, Insaurralde, Insfran, Moyano, Massa o Alberto, pero también los
progres corruptos como Fatala, Donda o Sabatella, por citar solo algunos nombres de este descalabro ético/político que propició la llegada de líderes absurdos y disruptivos como el actual Presidente. Tampoco debemos confundir víctimas con héroes, para no terminar festejando atentados como el
de las Torres Gemelas.


El camino propio es difícil. Los dirigentes del espacio que puedan rescatarse para la tarea son muy pocos. Otros no, por corruptos o, como Kicillof, por su mala praxis (negociación por expropiación YPF) y su convivencia, que por pimpinellesca no dejó de ser connivente, con emblemas de la corrupción
bonaerense como Martín Insaurralde.

No es el único camino posible, pero es el único coherente con la racionalidad progresista. Pluralismo, valoración simultánea de principios como la libertad, la igualdad y la paz, canalización de los conflictos a través de la institucionalidad democrática, prudencia en las relaciones internacionales, son imperativos liminares en esta construcción política autónoma, que no debe buscar atajos seguidistas de doctrinas negadoras de tales principios. Las elecciones intermedias son campo propicio para la aparición de nuevas expresiones en el espectro político. Otra cuestión a debatir será administrar luego el activo conseguido por esta centroizquierda ética y pluralista, de cara a las presidenciales del 27.

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