Por Jorge Luis Portero.

Al igual que en el ataque de Milei -pero en sentido contrario- “el Estado” parecería ser algo dotado de una invariable esencia propia en boca de los populistas. Mas o menos como si un amante de la buena música adorara solo a un instrumento -una guitarra por ejemplo- sin tener en cuenta la importancia del ejecutante. El Estado puede ser bueno o malo, eficiente o no, favorecedor de los sectores dominantes o redistribuidor de la riqueza, elefante u hormiga.

A su demonización -sucesivamente a cargo de personajes como Bernardo Neustadt, Menem o Milei- se opuso su igualmente sesgada sacralización, que llegó a extremos tan absurdos como los de sus detractores.

De manera que la cerrada defensa que el populismo progresista hizo del Estado se convirtió en su principal ataque. Excedió en su apología tanto al peronismo ortodoxo, que en su comunitarismo organicista, le hacía compartir parte del poder con las corporaciones y “las organizaciones libres del pueblo”, cuanto al comunismo, que reconociendo su esencia de instrumento de la clase dominante, lo veía como un lugar a conquistar por la clase emergente de la revolución, el proletariado, una etapa necesaria e intermedia para destruirlo, y propiciar la idílica sociedad “sin clases”.

Las recetas de Keynes para las crisis pasaron a ser para el desviado progresismo las soluciones ideales para toda economía y todos sus ciclos. Su presencia para garantizar la redistribución de una riqueza cada vez más concentrada, minimizó las distinciones entre economías productivas y especulativas, entre consumo e inversión, entre dinero que refleja crecimiento, y dinero fabricado en imprenta como “papel pintado”, en la necesaria medida de las obligaciones asumidas para “garantizar derechos”.

Ha llegado el momento de defender al buen Estado, y no a todo Estado, contra los “topos” que -confesadamente- lo conquistan para destruirlo. Pero no alcanza (como no alcanzó) con los necesarios arrestos moralistas de otrora dirigentes honestos, desinteresados y patrióticos como Juan B. Justo, Alende, Alfredo Palacios, Auyero, Canessa o Carrillo. Hace falta construir un nuevo andamiaje legal institucional que -sin volverlo torpe e impediente- lo preserve de la arbitrariedad de quienes detentan sus poderes al servicio de sus empresarios y lobistas amigos, o de sus propios amigos y familiares, o del financiamiento espurio de estructuras políticas o de candidaturas, o de cualquier interés privado -ilegal y aún legal- incompatible con el interés general.

Hay decisiones políticas -como la boleta electoral única de papel- que ayudarán a mejorar la correspondencia entre la voluntad de los electores y los elegidos ungidos. Pero luego viene el mal uso del margen de discrecionalidad y arbitrariedad con que esos elegidos cuentan al detentar sus cargos.

Y allí es donde hay que ser creativos, estableciendo regulaciones legales dinámicas y transparentes que impidan la confusión o connivencia de los intereses públicos con los privados.

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