La difícil misión de Vulci en la encrucijada

Por Jorge Luis Portero

En el Editorial anterior, Mario Kiektik se refería a algunas de las razones de ser –y hacer– esta Revista.
Hemos confluido desde diversos ámbitos y procedencias, arrojados aquí por decepciones, pero también por nuestra voluntad de construir seriamente una sociedad mejor.
¿Se trata de capitalizar y transmitir nuestras experiencias de vida políticas y culturales, la proporcionalmente diversa mixtura de frustraciones y logros que seguramente nos atraviesa a cada uno de los autores? Parecería que no.

La historia política –y las historias como las nuestras– ya no tiene la virtualidad de ser “maestra de la vida” de nadie porque se opera sobre una realidad diametralmente diferente, que también está modelando subjetividades diferentes. De allí que nuestro aporte estaría vinculado más concretamente a interpelar –interpelándonos– a viejos y nuevos dogmas que, por propia definición, subestiman el pensamiento que los contradice, o que simplemente introduce matices o señala su obsolescencia para entender una realidad acuciada por cambios de tal vertiginosidad que descalabran todo intento de adecuación de aquellos.

En ese marco aparecen las discusiones nominalistas, absolutamente bizantinas frente a palabras multívocas. Democracia, por ejemplo. Hay dogmáticos del concepto. Los que dicen que “el pueblo nunca se equivoca” en lugar de la visión pluralista no dogmática que dice que, en una democracia representativa, la mayoría del pueblo “tiene derecho a equivocarse” siempre que respete los derechos básicos y la opinión de los otros –las minorías– y sus acciones políticas, para intentar transformarse en
mayoría gobernante. Lo mismo ocurre con conceptos como libertad o igualdad, a los que los dogmáticos de uno y otro lado declararon incompatibles para su vigencia simultánea, frente a los pluralistas que creemos que la política es fundamentalmente intentar amalgamarlos, una alquimia que es condición
necesaria para lograr una vida armónica y feliz –¿por qué no?– en sociedad.

Estos propósitos no dogmáticos del pluralismo –que algunos denominamos progresismo, y otros socialismo, y otros humanismo, y otros postsocialismo– no pueden evitar que esos mismos términos se usen en sentido distinto, con cargas peyorativas que adoptan vastos sectores de la política que repercuten en la ciudadanía y que se traducen en la dificultad de pensar y opinar sin limitarse por los preconceptos que se forjaron en la sociedad y que obturan la creatividad virtuosa, al someternos a una uniforme mediocridad pacata y emocionalmente biempensante, políticamente prejuiciosa, que rechaza los matices y la permanente apertura hacia los cuestionamientos.

Esta ruptura de límites es la compleja tarea que anima a Vulci, su denominador común, que permite también entonces la diversidad de los matices divergentes en su contenido.

Pero es una ruptura que no debe concluir en la crítica. Debe contribuir a construir alternativas de opinión, de poder político y cultural que superen las visiones y acciones blindadas a las posibles deconstrucciones y a los matices que cancelan el debate enriquecedor, que lo vuelven una guerra miserable y decadente sin cuartel que solo busca matar al contrincante.

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