Por Mario Kiektik

Javier Milei funciona como un sismógrafo humano, captando al mismo tiempo los estertores de un orden que se desmorona y los espasmos de algo nuevo que intenta nacer entre los escombros.
La imagen perfecta sería ese roble centenario, símbolo de estabilidad por generaciones, que ahora se pudre en pie mientras un ecosistema de oportunistas – desde hongos alucinógenos hasta influencers digitales – se alimenta de sus restos. Este es el paisaje político que nos toca habitar: un interregno caótico donde lo viejo no termina de morir y lo nuevo no acaba de nacer.
La CGT, los grandes medios y los partidos tradicionales representan la tragicomedia de quienes llegaron tarde a su propia revolución. Son como esos personajes que siguen consultando enciclopedias mientras arde la biblioteca. Sus líderes, entrenados para mandar en un mundo vertical y predecible, hojean manuales obsoletos mientras el piso se les mueve bajo los pies. Las protestas ya no se organizan en plazas sino en grupos de Telegram; los trabajadores intercambiaron sus banderas por apps de delivery y billeteras crypto; y lo que antes llamábamos “militancia” ahora se disfraza de personal branding, ya sea vendiendo cursos de libertad financiera en Instagram o suscripciones en OnlyFans.
El broadcasting del siglo XX, ese megáfono unidireccional que nos decía qué pensar, estalló en mil pedazos. Hoy TikTok, YouTube y X (el ex-Twitter para nostálgicos) son los fragmentos de un jarrón roto que todos pretenden reconstruir, pero con algoritmos en lugar de pegamento. Milei, al igual que Trump o Bolsonaro, entendió las nuevas reglas del juego: los votos se cosechan en likes, los debates son clips virales, y la política se hace en las redes sociales mientras el Congreso se convierte en un teatro para turistas. Mientras China perfecciona su dictadura digital, aquí seguimos discutiendo si el dólar a $1.500 es “especulación” o “realidad económica”.
En el mundo laboral, los sindicatos se han convertido en museos de sí mismos, vitrinas que exhiben consignas de los 70 mientras sus afiliados navegan aguas más turbulentas. La disyuntiva ya no es entre empleo estable y precario, sino entre un salario retro o monetizar el propio “engagement” en plataformas de redes. El trabajador moderno ejerce un multitasking carnavalesco: repartidor por la mañana, coach libertario por la tarde, mesero los fines de semana. El Estado, ese padre maltratado y en bancarrota, ya no da empleo ni protección. Las burocracias peronistas, esas terceras, cuartas y quintas líneas que vivían de repartir planes sociales, ven cómo su Ponzi se esfuma en un país que agotó hasta el último espejismo “redistributivo”.
El transeúnte urbano, entre la desesperación y el ingenio, inventa trabajos que superan la ficción distópica: content creators de teoría monetaria, mineros de cripto en cybercafés, traductores de odio político a memes virales. Todo cambia, aparentemente, pero atrás, en la cocina, la elite ejecuta su rutina gimnástica habitual: los mismos actores con nuevos disfraces digitales, la misma desigualdad (el célebre “GINI”) persistente como una mala hierba, los mismos pobres que siguen siendo pobres, aunque ahora con smartphones para soñar con convertirse en streamers exitosos.
Las generaciones navegan este tsunami a su manera, no les queda otra. Los mayores coleccionan escombros de su mundo naufragado. Los jóvenes tratan de mantenerse a flote entre la precariedad y la ilusión de autonomía. Y el órgano social, aunque tose y cojea, no se cae: simplemente muta para preservar lo esencial. Lo único cierto en esta clínica psiquiátrica abandonada es la incertidumbre. Las estructuras podridas colapsan, pero la desigualdad sigue omnipresente e intacta. El “cambio” se ha convertido en el producto mejor envasado de nuestra época: todos creen estar revolucionando algo, mientras el mercado los convierte en datos, los algoritmos en cómplices, y la historia en un bucle tragicómico que se repite con mejores efectos especiales.
Al final, como en toda buena farsa, el telón nunca cae del todo. Simplemente cambia una parte del escenario.